martes, 10 de febrero de 2009

El cántaro se rompe, y se secó la fuente...

“Otra vez no. Otra vez a mí no, por favor...”, se oía en su interior aquella noche. La más fría de sus 20 años de vida.

Cuando amaneció, aún estaba todo oscuro. Y en la calle también. Abrió los ojos, se sentó en su cama y encendió el móvil. Otras mañanas, esa pantallita le recordaba que sí, que ahora por fin tocaba ser feliz, que había conseguido lo que tanto tiempo llevaba deseando, que su historia de cuento había acabado como Dios manda, con un precioso final. Pero ese día no, ese día ya ni creía en Dios. Al mirar el móvil, se dio cuenta de que no había sido sólo una pesadilla. Que esa tarde de domingo había existido en realidad. El cántaro, de tanto ir a la fuente, había acabado por romperse en mil pedazos. Eran las 7:21, y esa mañana de Noviembre iba a ser más difícil que nunca ponerse en pie.

El día fue avanzando, aunque su reloj se había parado la noche anterior. Aún no podía creérselo. No podía creer que quien había pronunciado esas palabras había sido ella, la persona que un día le robó su corazón como se hacen las mejores cosas: sin permiso. La de la sonrisa de niña traviesa. La de los andares de princesa de barrio. La que al principio le pareció una más y luego con un beso se convirtió en la única. Ella, la que dos días antes le había dicho que jamás se separarían. No encontraba la forma de explicarse a sí mismo cómo pudo pasar, qué tecla tocó mal para que ahora se sintiera vacío de vida, vacío de ella.

De noche, sin sus amigos cerca, sin fútbol, sin sus videojuegos, sin sus cómics, era mucho más difícil dejar de pensar. Y pensaba. Él habría dado lo poco que aún le quedaba por conseguir mantener la cabeza fría, pero el calor de las lágrimas corriendo por su cara no ayudaba a ello.

Pensaba en su vida, en qué sería de él ahora... Y no le gustaba lo que veía. No quería volver atrás, a cuando su vida era una montaña rusa. No quería volver a buscar excusas en casa para pasar la noche en otras casas. Le daba miedo volver a cuando la almohada olía cada mañana a un perfume distinto. A él le gustaba el perfume de su niña, ya no quería perfumes nuevos.

Durante esa semana, habló con todos sus amigos. Todos le intentaban animar: “Tú eres un buen chico, no vas a tardar en encontrar otra vez el amor...”, “Tienes sólo 20 años, estás aún en la flor de la edad...”. Él lo agradecía, le encantó poder contar con toda la gente que le quería, pero esas frases de ánimo no conseguían convencer a su corazón. A ese maldito corazón que siempre le había llevado por caminos llenos de rosas llenas de espinas. Ese corazón perdió la vista, el oído y la comprensión hace ya algún tiempo, probablemente en el mismo instante en el que vio la sonrisa más bonita del mundo, y ahora cada latido tenía la insolencia de preguntarle por ella. No quería consuelo, no entendía de razones. Quería latir junto a ella.

Él no volvió a ser el mismo. Ahora ya sólo era media persona. La otra mitad se había ido muy lejos ya, murió aquella tarde de domingo. Lo había dado todo por el amor y se le había roto en las manos como se rompe un castillo de mil naipes. Mil, todos iguales. Todo apostado a la misma carta. Toda su vida sobre la mesa, todo por la reina de corazones. Todo o nada por esa sonrisa.

La partida estaba perdida, y el precio que tenía que pagar era demasiado alto: vivir sin ella. Despertarse y no ver su manita sobre él. No volver a acariciar su pelo, no volver a juguetear desde su diadema hasta el final de cada uno de sus rizos. Tener que olvidar su mirada de niña perdida. Pasar el resto de sus noches sin escucharla susurrar mientras su cuerpo ardía y su respiración se aceleraba. Vivir sin la sonrisa más bonita del mundo.

Un sábado de Enero, salió a la calle y tres horas después apareció en casa cargado de bolsas: el abrigo que su madre siempre había querido, un trenecito de madera como el que su padre nunca había conseguido tener, el videojuego que su hermano pequeño pidió y los Reyes Magos no le pudieron traer. Se le caían las lágrimas al ver las caras de ilusión de la gente que él más quería. Se había gastado todo lo que tenía. Bueno, todo menos 35 euros, que acabaron al día siguiente en las manos del taquillero del Calderón. Esa tarde animó a su equipo como nunca. Ya no abucheaba a ese defensa lento, ni siquiera al entrenador cuando sustituyó a su jugador preferido, el rubito ése de los tatuajes que llevaba el número 9 y el brazalete de capitán con tanto orgullo como él mismo lo habría podido lucir esa tarde. Su equipo se fue del campo entre pitos, pero él aplaudía como si hubieran ganado por goleada, quizá agradeciendo 20 años de pasión, quizá acordándose de aquella tarde de Mayo del 96.

Al día siguiente, el asiento que siempre ocupaba en la facultad permaneció vacío todo el día. Nadie se sentó en el sitio donde desde hacía meses se podía ver dibujado un corazón con una inicial dentro.

Horas después, ya todos sabían que había decidido rendirse en su lucha por intentar vivir sin mitad.

En la mesa de su habitación, junto a la ventana, una nota:



Y en el móvil de cada una de las personas que siempre le apoyaron, un mensaje:

“Maldito corazón... No pude convencerle...”.

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(Escrito por Diego García en las primeras noches de Febrero de 2009, mucho tiempo después de empezar a tener toda esta historia dando vueltas por la cabeza)

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1 comentario:

Irene dijo...

Como diría mi admirado Sabina: "Porque amores que matan, nunca mueren".

Haces que me emocione.