sábado, 21 de febrero de 2009

Necesitas un placer que va a desbordarte


Me siento raro. Sé que es el peor momento para sentirme así, es como quedarte sin frenos cuando vienen curvas, pero llevo unas cuantas semanas que no sé para dónde tirar. Pequeños detalles que entran en mi vida para darme un empujón y apartarme de la carretera. Espero que se me pase pronto, pero ahora mismo estoy en uno de esos momentos en los que agradecería profundamente que algún buen amigo se plantara en mi casa y me pegase un buen par de hostias. Así, en plan regalo adelantado de cumpleaños...

Lo odio. Sé que el odio te hace más débil, pero lo odio.



“Necesitas que te engañen para atraparte,
necesitas un placer que va a desbordarte.
Necesitas que te digan algo de verdad,
necesitas tantas cosas...”

Odio esta sensación que me atraviesa últimamente. Odio sentir que no sé a dónde voy. Odio darlo todo por alguien a quien apenas conozco. Odio que se me vaya la olla siempre por lo mismo. Odio que algo bonito entre en mi vida para irse justo después. Odio que me obliguen a poner los pies en una tierra que cada vez soporto menos. Odio haberme equivocado tanto y tan gravemente en mi vida. Odio ser tan sumamente complicado, hasta el punto de no ser siquiera capaz de explicarlo con palabras. Odio tenerlo todo en teoría para ser feliz, y después en la práctica estar jodido. Odio acostarme tan pronto y dormirme tan tarde. Odio ser un chico tan sano, no haber fumado ni bebido en la puta vida, jugar en un equipo de fútbol, estar en forma... y sin embargo llevar tan mala vida. Odio estar sentado mientras ese reloj suena cada segundo. Odio no controlar las cosas importantes. Odio estas ganas de salir de mi vida por unos días y verla desde fuera. Odio estas ganas de avión, de tren, de mar, de viento y de lluvia en la cara... Odio sentirme tan identificado con esta maldita canción. Odio sentir que Enrique la escribió sólo para mí...

Lo siento, pero me voy a tomar un tiempo de descanso de este blog. Creo que lo estoy utilizando mal. Tengo la sensación de que hoy mismo podría escribir 20 entradas diferentes y todas serían negativas. No puedo convertir estas páginas en la pared contra la que estampo los jarrones y la vajilla. Prefiero parar temporalmente este blog antes de que aumente esta pequeña sensación de odiarlo también a él.

Sed felices. Volveré cuando me haya lavado la cara con agua fría, con las paredes pintadas de otro color, cortinas nuevas y un ambientador diferente.

Quedan interrumpidas indefinidamente las comunicaciones desde Lejos del Paraíso.

lunes, 16 de febrero de 2009

Ver desde dentro lo que ocurre fuera


“Me voy a las obras y a las escaleras
a darle patadas a la gente fea.
Lo hago con los ojos, lo hago con la cabeza,
porque nunca me atrevo a hacerlo con las piernas...”

martes, 10 de febrero de 2009

El cántaro se rompe, y se secó la fuente...

“Otra vez no. Otra vez a mí no, por favor...”, se oía en su interior aquella noche. La más fría de sus 20 años de vida.

Cuando amaneció, aún estaba todo oscuro. Y en la calle también. Abrió los ojos, se sentó en su cama y encendió el móvil. Otras mañanas, esa pantallita le recordaba que sí, que ahora por fin tocaba ser feliz, que había conseguido lo que tanto tiempo llevaba deseando, que su historia de cuento había acabado como Dios manda, con un precioso final. Pero ese día no, ese día ya ni creía en Dios. Al mirar el móvil, se dio cuenta de que no había sido sólo una pesadilla. Que esa tarde de domingo había existido en realidad. El cántaro, de tanto ir a la fuente, había acabado por romperse en mil pedazos. Eran las 7:21, y esa mañana de Noviembre iba a ser más difícil que nunca ponerse en pie.

El día fue avanzando, aunque su reloj se había parado la noche anterior. Aún no podía creérselo. No podía creer que quien había pronunciado esas palabras había sido ella, la persona que un día le robó su corazón como se hacen las mejores cosas: sin permiso. La de la sonrisa de niña traviesa. La de los andares de princesa de barrio. La que al principio le pareció una más y luego con un beso se convirtió en la única. Ella, la que dos días antes le había dicho que jamás se separarían. No encontraba la forma de explicarse a sí mismo cómo pudo pasar, qué tecla tocó mal para que ahora se sintiera vacío de vida, vacío de ella.

De noche, sin sus amigos cerca, sin fútbol, sin sus videojuegos, sin sus cómics, era mucho más difícil dejar de pensar. Y pensaba. Él habría dado lo poco que aún le quedaba por conseguir mantener la cabeza fría, pero el calor de las lágrimas corriendo por su cara no ayudaba a ello.

Pensaba en su vida, en qué sería de él ahora... Y no le gustaba lo que veía. No quería volver atrás, a cuando su vida era una montaña rusa. No quería volver a buscar excusas en casa para pasar la noche en otras casas. Le daba miedo volver a cuando la almohada olía cada mañana a un perfume distinto. A él le gustaba el perfume de su niña, ya no quería perfumes nuevos.

Durante esa semana, habló con todos sus amigos. Todos le intentaban animar: “Tú eres un buen chico, no vas a tardar en encontrar otra vez el amor...”, “Tienes sólo 20 años, estás aún en la flor de la edad...”. Él lo agradecía, le encantó poder contar con toda la gente que le quería, pero esas frases de ánimo no conseguían convencer a su corazón. A ese maldito corazón que siempre le había llevado por caminos llenos de rosas llenas de espinas. Ese corazón perdió la vista, el oído y la comprensión hace ya algún tiempo, probablemente en el mismo instante en el que vio la sonrisa más bonita del mundo, y ahora cada latido tenía la insolencia de preguntarle por ella. No quería consuelo, no entendía de razones. Quería latir junto a ella.

Él no volvió a ser el mismo. Ahora ya sólo era media persona. La otra mitad se había ido muy lejos ya, murió aquella tarde de domingo. Lo había dado todo por el amor y se le había roto en las manos como se rompe un castillo de mil naipes. Mil, todos iguales. Todo apostado a la misma carta. Toda su vida sobre la mesa, todo por la reina de corazones. Todo o nada por esa sonrisa.

La partida estaba perdida, y el precio que tenía que pagar era demasiado alto: vivir sin ella. Despertarse y no ver su manita sobre él. No volver a acariciar su pelo, no volver a juguetear desde su diadema hasta el final de cada uno de sus rizos. Tener que olvidar su mirada de niña perdida. Pasar el resto de sus noches sin escucharla susurrar mientras su cuerpo ardía y su respiración se aceleraba. Vivir sin la sonrisa más bonita del mundo.

Un sábado de Enero, salió a la calle y tres horas después apareció en casa cargado de bolsas: el abrigo que su madre siempre había querido, un trenecito de madera como el que su padre nunca había conseguido tener, el videojuego que su hermano pequeño pidió y los Reyes Magos no le pudieron traer. Se le caían las lágrimas al ver las caras de ilusión de la gente que él más quería. Se había gastado todo lo que tenía. Bueno, todo menos 35 euros, que acabaron al día siguiente en las manos del taquillero del Calderón. Esa tarde animó a su equipo como nunca. Ya no abucheaba a ese defensa lento, ni siquiera al entrenador cuando sustituyó a su jugador preferido, el rubito ése de los tatuajes que llevaba el número 9 y el brazalete de capitán con tanto orgullo como él mismo lo habría podido lucir esa tarde. Su equipo se fue del campo entre pitos, pero él aplaudía como si hubieran ganado por goleada, quizá agradeciendo 20 años de pasión, quizá acordándose de aquella tarde de Mayo del 96.

Al día siguiente, el asiento que siempre ocupaba en la facultad permaneció vacío todo el día. Nadie se sentó en el sitio donde desde hacía meses se podía ver dibujado un corazón con una inicial dentro.

Horas después, ya todos sabían que había decidido rendirse en su lucha por intentar vivir sin mitad.

En la mesa de su habitación, junto a la ventana, una nota:



Y en el móvil de cada una de las personas que siempre le apoyaron, un mensaje:

“Maldito corazón... No pude convencerle...”.

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(Escrito por Diego García en las primeras noches de Febrero de 2009, mucho tiempo después de empezar a tener toda esta historia dando vueltas por la cabeza)

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sábado, 7 de febrero de 2009

Canciones que hablan de mí (Capítulo 2)

Hoy me apetece poner esta canción. Por dos motivos:
1- Porque va como anillo al dedo a mi sección “Canciones que hablan de mí”.
2- Porque desde hace ya tiempo, estoy empeñado en que todo el mundo conozca a Scorsese, que además de sonar muy bien, es amigo mío y un tío de puta madre. Gracias por tu música Jose, y por mandarme aquel CD que aún guardo como oro en paño.



Pasó la noche entera
pensando en un plan para escapar,
volar lejos de este lugar.
Dejó su vida a un lado
buscando ese sitio especial,
ya le da igual...

Sé que no hay nada que temer,
que eso es cosa del ayer,
siéntate y cuéntame qué harás,
es hora de marchar.

Al final esperaré
a que llegue nuestro tren,
y ya nunca más vendré.

Vives siempre esperando
para alejar la realidad,
pasar las horas, no pensar.

No hay magia en tu cabeza,
sólo historias que contar
de soledad.

Sé que no hay nada que temer,
que eso es cosa del ayer,
siéntate y cuéntame qué harás,
es hora de marchar.

Al final esperaré
a que llegue nuestro tren,
y ya nunca más vendré.

Me levantaré aunque no haya nada,
esperaré a que llegue mi final,
no sé disimular.
Otra vez tendré que ir a buscarte,
otoños largos que no acabarán,
y tú no volverás
a ser como solías ser.

Sé que no hay nada que temer,
que eso es cosa del ayer,
siéntate y cuéntame qué harás,
es hora de marchar.

Al final esperaré
a que llegue nuestro tren,
y ya nunca más vendré.
Lo sé, no hay nada que temer.

(“Horizontes lejanos”, Scorsese)

miércoles, 4 de febrero de 2009

Para ti...


Hoy me he acordado de ti.
Hoy me he acordado de esa extraña confianza ciega que siempre tuviste en mí.
Hoy me he acordado de toda la música que me enseñaste a valorar.
Hoy me he acordado de las noches en las que acababa siempre de morros.
Hoy me he acordado de ese motor que al final estalló.
Hoy me he acordado de mi infantil egoísmo de lobo.
Hoy me he acordado de rollos horribles que nunca he soportado.
Hoy me he acordado de devorar polo tras polo virgen.
Hoy me he acordado de cuando me hiciste crecer sin prejuicios bobos.
Hoy me he acordado de aquellos placeres llenos de ambigüedades.
Hoy me he acordado de sándwiches de mantequilla con azúcar.
Hoy me he acordado de paseos los domingos por la tarde, de entrar siempre en la misma tienda y que me compraras un cochecito para que yo fuera feliz.
Hoy me he acordado de ti, que no has cambiado desde entonces, en la foto que conservo en mi memoria.
Hoy me he acordado de ti, que eras la más guapa de todas las madres de los niños del cole.
Hoy me he acordado de ti, que siempre estarás ahí.
Hoy me he acordado de ti, que me brindaste el paraíso en instantes esparcidos como espuma.
Hoy me he acordado de aquella mañana de sábado, sentado en la cocina, cuando llegaste y antes de darle al “play” del radiocasette, le dijiste a tu hijo de 15 años: “Diego, escucha esta canción porque es para ti”:

Para ti, que sólo tienes quince años cumplidos. Para ti, que naciste en tiempos asesinos. Para ti, que te llevas a las nenas de calle. Para ti, en cuyo placer aún hay ambigüedades. Para ti, que vas a caballo del fin del mundo. Para ti, que les das cortes como un cine mudo. Para ti, que comprobarás lo que otros han dicho. Para ti queremos otear el paraíso. Para ti que sólo tienes quince años cumplidos, para ti que sólo tienes quince años cumplidos, para ti , para ti, para ti… (“Para ti”, Paraíso, 1980)

domingo, 1 de febrero de 2009

Canciones que hablan de mí (Capítulo 1)

Nueva sección en mi blog. No sé si servirá para que la gente me conozca mejor, pero me apetece poner canciones de ésas que parece que están escritas pensando en uno mismo.

Primera entrega de la colección: "Soy como dos", de Los Secretos (1989). Habla de cierta tendencia (muy mía) a evitar las líneas rectas y todas esas cosas que me harían ser una persona previsible.



No sé bien qué estoy buscando,
pero me voy alejando.
Cuando pienso en el pasado,
me asusto, corro y no paro.
Soy como dos, siempre soy dos,
tienes a dos a tu lado.
Por eso un día soy feliz
y de repente me enfado.
(Los Secretos)