Soy un adicto a cosas más graves y más peligrosas: adicto a sonrisas eternas, adicto a conversaciones que ojalá nunca acabaran, adicto a sensaciones indescriptibles, adicto a paisajes verdes y azules, adicto a viajes que recuerdo como si todos fueran ayer, adicto a las bolas de nieve, adicto al té con limón, adicto a personas “perfectas” que no me convienen pero que no se van hasta que se han ido de la peor forma posible, sin decir ni adiós y sin siquiera girarse para ver cómo lo han dejado todo lleno de escombros... Adicto a sacar mil conclusiones de todo y no aprender nunca de nada, quizá por vergüenza de reconocer lo tonto que había sido antes.
Pero lo peor es que soy adicto a cosas que no vuelven... a haber sido tremendamente feliz y dudar tanto si algún día voy a volver a serlo... adicto a miles y miles de recuerdos a los que vuelvo en noches como la de hoy. Y da igual que nunca haya podido tener claro si un recuerdo es algo que alguien tiene o algo que alguien pierde. Da igual porque hay recuerdos que siempre están ahí, como los que me traen a la memoria aquellos tiempos en los que los domingos eran realmente domingos, con su risa tonta y sus lagrimitas de niño de diez años porque se acababa un fin de semana perfecto que, desde luego, no se ha parecido a éste.
Pero todo esto algún día merecerá la pena. Porque los adictos vamos por la vida siempre con banderas rojas pero acabamos entrando en el agua porque, esté del color que esté la bandera, no sabemos quedarnos sentados en la arena. Y me daré cuenta de que quien inventó las banderas rojas para evitar que la gente entrara en el agua, ése, no tenía ni idea de lo que es ser feliz. Porque algún día me meteré en el mar y no saldré jamás.
Porque mi vida no es como las demás. Es la más complicada, sencilla, desgraciada y afortunada del mundo porque es la mía. Aunque quiera o no, lo acepte o no, lo reconozca o no, me pase la vida ante las dudas (que es como estar ante las dudas).